El otro día me asomé a la cocina
y desde el quicio de la puerta, se sentía la fuerza del caos llamando al caos,
pero esta vez no me asusté. Decidí entrar con curiosidad detectivesca, sin
tocar las pruebas, sin ir recogiendo de suelo a techo a cada paso que me
adentraba en el agujero negro. Vacié de expectativas y reproches mi mirada y
observé la cualidad expansiva de cuatro platos, tres cubiertos, un par de
sartenes y miguitas de pan y cercos dorados, ocres y bermellón que cubrían
hornilla y encimera por completo, como si fuese la escena de un crimen
sangriento. Intenté cotejar esta estampa con otras similares de días
anteriores, recordando charlas y amenas discusiones sobre el bienestar
espiritual y el recogimiento del hogar, los cuidados… Y entonces, lo vi claro,
el estado del fregao era una foto perfecta del estado mental de mi marido, era
una performance viva de cómo se sentía; la diseminación de miguitas, gotitas,
charcos y cercos varios, hablaban de su capacidad para focalizar la atención y
su pensamiento. “Hoy es un mal día para hablar sobre nuestros planes”, pensé.
Pero claro, si no hablo, pienso,
y con mi recién despertada curiosidad, ávida de entendimiento y nuevas
verdades, mientras seguía paseando mi mirada por la encimera y limitándome a
llenar el vaso de agua por el que fui a la cocina, pensé: la acción, fregar, es
importante pero, ¿por qué no es suficiente? Y de repente, sin más, lo vi claro,
faltaban los cuidados.
Para mi, fregar, consta, al
menos, de tres fases: uno, preparar el menaje y la cocina para el fregao, de la
forma más higiénica y ordenada posible; dos, fregar propiamente dicho; tres,
“hacer de la cocina un lugar mejor”, frase que repito hasta el hastío en esas
discusiones amenas sobre los cuidados de la casa, acciones a las que mi hermana
llama “lo que no se ve”.
Y sí, los cuidados son clave, y
muchas veces no se ven. Esta clave resonó y resonó en mi de pies a cabeza hasta
que, como en un sueño, vi la figura de una poderosa mujer entre los árboles,
mirándome directamente a los ojos, susurrándome con amor: “Me cuido y me amo,
respeto mi cuerpo y mis tiempos. Te cuido y te amo, cari, ¿nos cuidamos?”. A
mis ojos acudieron lágrimas redentoras y sentí en el agua que refrescaba ahora
mi garganta, la caricia de una verdad que no tenía nada que ver con el fregao,
ni con la cualidad expansiva de los cacharros en la cocina, una verdad sobre el
valor de los cuidados, el amor que se pone en la acción es mucho más que la
acción por sí misma.