lunes, 19 de octubre de 2020

mi biblioteca

De pequeña, ir a la biblioteca constituía una excursión en familia. A mi biblioteca no podías entrar desde la calle directamente sino que tenías que subir una gran escalinata primero para inmediatamente después serpentear por una segunda escalera de reluciente mármol blanco hasta la imponente puerta de madera (o al menos a mí con seis años me lo parecía, casi la entrada de una catedral). La biblioteca de mi pueblo estaba en uno de los edificios más bonitos del mismo, tenía incluso techos abovedados llenos de pinturas y frases misteriosas escritas en latín, la lengua secreta de los sitios de culto. Curiosamente, justo debajo de la gran sala, había un cuarto pequeño, un pequeño búnker al que llegabas tras un recibidor que parecía no dar a ninguna parte. En apariencia, tan sólo un espacio abierto a la luz y la belleza de las solemnes paredes y columnas y sin embargo, al fondo, estaba ese cuartito escondido donde pasaría algunos de mis mejores años aprendiendo solfeo. Las aulas de música cambiaban constantemente de edificio, horarios y profesores. Sin embargo, permanecíamos el grupo de jóvenes fieles, con ojos brillantes, disfrutando mientras aprendiamos ese lenguaje que se escribía en cinco líneas lleno de signos y sonidos. Con los años, la biblioteca también cambió de lugar, y la gran sala se convirtió en auditorio para conciertos y otros eventos culturales. Justo aquí, di mis primeros conciertos con el violonchelo que me regaló mi pueblo mi primer día en la escuela de música, por aquel entonces, situada en el edificio de la Hacienda. Caprichosamente, hoy por hoy, es allí donde vive la biblioteca de mi pueblo. Hay algo que no ha cambiado nunca desde que por primera vez traspasé la imponente puerta de madera de la mano de mi madre, la guardiana de las letras, Encarna, siempre Encarna, atemporal, como un buen libro. Con su sonrisa afable que a la vez infundía respeto, solícita y a la escucha, ha hecho de nuestra biblioteca la colección de los sueños de las lectoras y los lectores de mi pueblo. Gran amiga de mi familia, para mí, siempre tuvo y tendrá ese halo de misterio y olor a pergamino (aunque creo que esto último es un retal inventado por mi imaginación infantil). La biblioteca era ese sitio mágico que encerraba todo el conocimiento ordenado, patrimonio de la humanidad hecho palabras, miscelánea de colecciones, compras y donaciones, vivas, siempre cambiantes con el tiempo. Hojas que guardaban fichas llenas de nombres y fechas, memorias de manos, tickets de compra y billetes de tren; el olor de otros viajeros que se sentaron o tumbaron a perderse en las historias. Era el silencio y los susurros, el respeto y el encuentro sin palabras, esa particular atmósfera de lo sagrado. Hoy por hoy no hay ciudad que visite que no busqué su biblioteca para saber a qué huele y cómo es el paseo entre sus libros, cómo suenan los pasos entre sus estantes. En mi pequeña utopía, una semana perfecta incluye una mañana en la biblioteca sin relojes y sin búsquedas, un paseo donde me salen al encuentro palabras que sin estar subrayadas ni en negrita reclaman mi mirada. Ese encuentro casual que me conecta con tantas historias: las escritas y las impregnadas por las huellas de otras manos y otros ojos capaces de dibujar mil mundos diferentes a partir de las mismas palabras.

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